Yo, el paciente y sagaz Ulises, famoso
por su lanza, urdidor de engaños, nunca abandoné Troya. Por nada del
mundo hubiese regresado a Ítaca. Mis hombres hicieron causa común y
ayudamos a reconstruir las anchas calles y las dobles murallas hasta que
aquella ciudad arrasada, nuevamente populosa y próspera, volvió a
dominar la entrada del Helesponto.
Y en las largas noches imaginábamos
viajes en una cóncava nave, hazañas, peligros, naufragios, seres
fabulosos, pruebas de lealtad, sangrientas venganzas que la Aurora de
rosáceos dedos dispersaba después. Cuando el bardo ciego de Quíos, un
tal Homero, cantó aquellas aventuras con el énfasis adecuado, en
hexámetros dáctilos, persuadió al mundo de la supuesta veracidad de
nuestros cuentos. Su versión, por así decirlo, es hoy sobradamente
conocida. Pero las cosas no sucedieron de tal modo. Remiso a volver
junto a mi familia, sin nostalgia alguna tras tantos años de asedio, me
entregué a las dulzuras de las troyanas de níveos brazos, ustedes
entienden, y mi descendencia actual supera a la del rey Príamo. Con
seguridad tildarán mi proceder de cobarde, deshonesto e inhumano: no
conocen a Penélope.
La máquina de languidecer, Madrid, Páginas de espuma, 2009, pág. 24.
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