Sólo la halló en lo circunstancial y,
sin embargo, su vida estuvo dedicada a ella. Una tarde, de niño, creyó
reconocerla fugaz entre las sombras de las palmeras del parque de su
infancia. Antes la había visto -y no recordaba si fue la primera vez-
envuelta en palomas y encajes posando para un fotógrafo ya sólo
existente en el olvido.
Años más tarde, en Nueva York, caminando próximo
al peligro de Harlem, encontró, cerca de una boca de riego, la huella
de su pie desnudo, y puso la mano sobre la humedad en un intento inútil
de librarla de la evaporación; más tarde, en una extraña tienda de
lepidópteros regentada por un chino de maneras crueles, le pareció
identificarla en el espejismo de un rostro reflejado primero en un
espejo y luego transparente en el cristal de una cala de mariposas
gigantes de Brasil. En Florencia equivocó su figura con la de una modelo
que huía y resultó ser demasiado leve para ser ella. En París fue el
calor de un perfume en un ascensor recién abandonado. También en Venecia
la llamó a gritos y su osadía -un equívoco- provocó un grave escándalo
al quitar, torpe, el antifaz a una muchacha colérica que en nada se le
parecía. Supo de ella en Benarés: había estado investigando sobre las
antiguas cacerías principescas del tigre literario. En Shanghai fue
detenido -una cuestión de honor- al disparar sobre una sombra infiel
abrazada a otra sombra. Pasó la mayor parte de su vida buscando en los
archivos fotográficos de los artistas de moda una imagen que la memoria,
nunca el deseo, deshacía lentamente. Y en la vejez, más comedido, no
hizo confidencias de otras dudas y encuentros, pero siguió esperándola.
La palabra destino (Antología), Madrid, Hiperión, 2001, pág. 37.
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