11 nov 2015

Antonio Pereira - El toque de obispo


Mi padre era económico, no digo tacaño, y si en casa había que coger el tren se viajaba en tercera. Por esto fue una fiesta la vez que los dos cenamos en el vagón-restaurante, como un par de personajes.

Era por los días más largos del año y a media tarde habíamos salido de casa bajo un sol que pegaba duro. El correo de Galicia llegó con retraso al trasbordo de Toral, y tan lleno que nos costó trabajo meternos. Luego, ya camino del puerto de montaña, el tren se paraba a cada poco, por el mal estado de la vía. Íbamos en el pasillo de nuestra clase, pensar en un asiento aunque fuera el borde de una maleta sería mucha fantasía. Mi padre me miraba con preocupación, sudoroso yo en mi trajecillo de mocete. Él era fuerte de haber martillado el hierro en la fragua de los abuelos y aunque fuera en traje de vestir se le notaba la musculatura.

Un empleado de chaquetilla blanca se abría paso avisando con una campanilla. Mi padre me miró y esta vez era con compasión. Sin levantar mucho la voz, como si no quisiera que los otros viajeros se enteraran, le dijo al empleado que nos apuntara para el primer turno de la cena.

-Si es para el primer turno, los señores pueden pasar a sentarse -dijo el de la chaquetilla.

Anduvimos pasillos de coches alfombrados, menos llenos que los de tercera. En el restaurante había ventiladores. Rodábamos por la minería tristona del carbón, pero allí dentro te veías en un escenario de espejos y marquetería, y a mayores el mundo fascinante de los idiomas extranjeros, Companhia Internacional dos Grandes Expressos Europeus.

-Aquí se cena temprano como en los barcos -dijo mi padre cuando nos sentamos a la mesa y el sol de poniente se resistía a dejarnos del todo.

-¿Usted ha ido alguna vez en barco? -le pregunté.

-Toda la vida es un viaje. -Con las respuestas de mi padre no siempre sabías a qué carta quedarte.

Trajeron un caldo poco sólido, aunque sí lo era el bol como de metal estañado. Tortilla francesa y un pescado pequeño. Mi padre tenía la curiosidad de mirar el culo de los platos y vasos para verles la marca de fábrica, y a los cuchillos de mesa les tentaba el filo con la yema del dedo. Me habló de la fábrica de loza de San Claudio, del cristal escogido que se requiere para los catavinos, del corte inigualable de los fabricantes de Solingen en Alemania…

Mi padre no tenía preparación literaria, pero sí un gusto por las expresiones realzadas. Lo atraían los calificativos «suntuosos». Éste, precisamente: que en los programas de las fiestas -él era de la comisión- se anunciara «la suntuosa procesión del Santísimo Cristo». Los paisajes los quería «deleitosos». Y todavía más: «ubérrimos». Aprobaba mi inclinación hacia la literatura. Que leyera. Le enorgullecía que su chico pudiera escribir lo que él acaso tendría escrito si le hubiesen dado los conocimientos. Pero pensaba que la escritura era una afición llevadera con el comercio y tenía el empeño de que sus hijos estuviesen al tanto, acaso un día nuestra tienda fuese una firma almacenista para surtir a los ferreteros de la región. Ahora mismo, a donde íbamos era a Castrocontrigo, allí estaba el mejor fabricante de fuelles del país y mi padre quería comprarle toda la producción, doce fuelles diarios que se hacían con madera de castaño y la piel más flexible. Aquella tarde, por el ambiente o porque encartara así, yo sentí como si tuviera más cerca que nunca al autor de mis días.

Qué cursilada lo del autor de mis días. Es por no repetir tanto mi padre, mi padre. Había que dejar sitio a los comensales del segundo turno, y además el tren se acercaba a Astorga, donde teníamos casa de orden.

Salimos a la plataforma del vagón, y el olor a carbonilla no derrotaba al que venía de los trigales. La noche estaba estrellada, con una franja luminosa por el oeste que idealizaba las torres de la capital de los maragatos, la catedral, el palacio de cuento de hadas. Es verdad que era un junio hermoso y ubérrimo. Mi padre puso su mano en mi cabeza, pero en la familia no somos querenciosos y me revolvió el pelo para que no fuese a parecer una caricia.

De pronto, el silbato de la máquina sonó con gravedad, casi solemne, un silbido largo y dos cortos.

-¿Has oído? -dijo mi padre-. ¡Es el maquinista, que ha hecho el toque de obispo!

-¿Y eso? -me admiré yo.

-Ellos tienen su código de señales, atención, atención especial, máquina de cola que se separa del tren. Y el toque de obispo, éste es de reverencia cuando se acercan a una ciudad episcopal, de las que tienen obispo y no tienen gobernador civil. Astorga, Calahorra, Guadix…

La maravilla se repitió. Una señal profunda, declinante en sus tramos finales, donde la pompa parecía dar paso a una emoción que te apretaba el pecho, y ya entrábamos en agujas.

-Pero el toque de obispo -a mi padre le tiraba su origen- donde hay que oírlo es cuando el maquinista avista la insigne sede mitrada de Mondoñedo, a las ferias de San Lucas te he de llevar.

Luego supe que en Mondoñedo no hay tren, pero eso importa poco cuando la historia es bonita.



Cuentos de la Cábila, León, Edilesa, 2000, págs. 7-10.

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